La dinámica de la
transferencia - 1912
El tema de la
transferencia, tan difícilmente agotable, ha sido tratado recientemente aquí
mismo por W. Stekel en forma
descriptiva. Por mi parte quiero añadir algunas observaciones encaminadas a
explicar por qué la transferencia surge necesariamente en toda cura
psicoanalítica y cómo llega a desempeñar en el tratamiento el papel que todos
conocemos. Recordaremos, ante todo, que
la acción conjunta de la disposición congénita y las influencias
experimentadas durante los años infantiles determina, en cada individuo, la modalidad especial de su vida erótica,
fijando los fines de la misma, las condiciones que el sujeto habrá de exigir en
ella y los instintos que en ella habrá de satisfacer. Resulta, así, un
clisé (o una serie de ellos), repetido, o reproducido luego regularmente, a
través de toda la vida, en cuanto lo permiten las circunstancias exteriores y
la naturaleza de los objetos eróticos asequibles, pero susceptible también de
alguna modificación bajo la acción de las impresiones recientes. Ahora bien:
nuestras investigaciones nos han revelado que sólo una parte de estas tendencias que determinan la vida erótica han
realizado una evolución psíquica completa. Esta parte, vuelta hacia la
realidad, se halla a disposición de la personalidad consciente y constituye uno de sus componentes. En cambio, otra
parte de tales tendencias libidinosas ha quedado detenida en su desarrollo por
el veto de la personalidad consciente y de la misma realidad y sólo ha podido
desplegarse en la fantasía o ha permanecido confinada en lo inconsciente, totalmente ignorada por la conciencia de la
personalidad. El individuo cuyas necesidades eróticas no son satisfechas por la
realidad, orientará representaciones libidinosas hacia toda nueva persona que
surja en su horizonte, siendo muy probable que las dos porciones de su libido,
la capaz de conciencia y la inconsciente, participen en este proceso.
Es, por tanto,
perfectamente normal y comprensible que la
carga de libido que el individuo parcialmente insatisfecho mantiene esperanzadamente pronta se oriente también hacia la persona del médico. Conforme a
nuestra hipótesis, esta carga se atendrá a ciertos modelos, se enlazará a uno
de los clisés dados en el sujeto de que se trate o, dicho de otro modo, incluirá al médico en una de las «series»
psíquicas que el paciente ha formado hasta entonces. Conforme a la naturaleza de las relaciones del paciente con el médico,
el modelo de esta inclusión habría de ser el correspondiente a la imagen del padre (según la feliz expresión de
Jung). Pero la transferencia no tiene que seguir obligadamente este prototipo,
y puede establecerse también conforme a la imagen de la madre o del hermano,
etc. Aquellas peculiaridades de la transferencia sobre el médico, cuya
naturaleza e intensidad no pueden ya justificarse racionalmente, se nos hacen
comprensibles al reflexionar que dicha transferencia no ha sido establecida
únicamente por las representaciones libidinosas conscientes, sino también por
las retenidas o inconscientes.
Nada más habría que
decir sobre esta conducta de la transferencia si no permanecieran aún
inexplicados dos puntos especialmente interesantes para el psicoanálisis. En
primer lugar, no comprendemos por qué la transferencia de los sujetos
neuróticos sometidos al análisis se muestra mucho más intensa que la de otras
personas no analizadas, y en segundo, nos resulta enigmático porque al análisis
se nos opone la transferencia como la
resistencia más fuerte contra el tratamiento, mientras que fuera del
análisis hemos de reconocerla como substrato del efecto terapéutico y condición
del éxito. Podemos comprobar, cuantas veces queramos, que cuando cesan las
asociaciones libres de un paciente, siempre puede vencerse tal agotamiento
asegurándole que se halla bajo el dominio de una ocurrencia referente a la
persona del médico. En cuanto damos esta explicación cesa el agotamiento o
queda transformada la falta de asociaciones en una silenciación consciente de
las mismas. A primera vista parece un grave inconveniente del psicoanálisis el
hecho de que la transferencia, la palanca más poderosa de éxito, se transforme
en él en el arma más fuerte de la resistencia. Pero a poco que reflexionemos
desaparece, por lo menos, el primero de los dos problemas que aquí se nos
plantean. No es cierto que la transferencia surja más intensa y desenfrenada en
el psicoanálisis que fuera de él. En los sanatorios en que los nerviosos no son
tratados analíticamente, la transferencia muestra también máxima intensidad y
adopta las formas más indignas, llegando, a veces, hasta el sometimiento más
absoluto, y no siendo nada difícil comprobar su matiz erótico. Una sutil
observadora, Gabriela Reuter, ha descrito esta situación, cuando apenas existía
aún el psicoanálisis, en un libro muy notable, en el que revela, además, una
penetrante visión de la naturaleza y la génesis de las neurosis.
Así, pues, no debemos
atribuir al psicoanálisis, sino a la neurosis misma, estos caracteres de la
transferencia. En cambio, el segundo problema permanece aún en pie. Vamos a
aproximarnos a él, o sea a la cuestión de por qué la transferencia se nos
opone, como resistencia, en el tratamiento psicoanalítico. Representémonos la
situación psicológica del tratamiento. Toda adquisición de una psiconeurosis
tiene como premisa regular e indispensable el proceso descrito por Jung con el
nombre de introversión de la libido,
proceso consistente en la disminución de la parte de libido capaz de conciencia
y orientada hacia la realidad, y el aumento correlativo de la parte
inconsciente, apartada de la realidad confinada en lo inconsciente y reducida,
cuando más, a alimentar las fantasías del sujeto. La libido ha emprendido (total
o fragmentariamente) una regresión y así ha reanimado las imágenes infantiles.
En este camino es seguida por la cura analítica, que quiere descubrir la
libido, hacerla de nuevo asequible a la conciencia y ponerla al servicio de la
realidad. Allí donde la investigación analítica tropieza con la libido,
encastillada en sus escondites, tiene que surgir un combate. Todas las fuerzas
que han motivado la regresión de la libido se alzarán, en calidad de
resistencias, contra la labor analítica, para conservar la nueva situación,
pues si la introversión o regresión de la libido no hubiese estado justificada
por una determinada relación con el mundo exterior (generalmente por la
ausencia de satisfacción), no hubiese podido tener efecto.
Pero las resistencias
que aquí tienen su origen no son las únicas, ni siquiera las más intensas. La
libido puesta a disposición de la personalidad se hallaba siempre bajo la
atracción de los complejos inconscientes (o mejor aún: de los elementos
inconscientes de estos complejos) y emprendió la regresión al debilitarse la atracción de la realidad. Para libertarla tiene
que ser vencida esta atracción de lo inconsciente lo cual equivale a levantar
la represión de los instintos inconscientes y de sus productos. De aquí es de
donde nace la parte más importante de la resistencia que mantiene tantas veces
la enfermedad, aun cuando el apartamiento de la realidad haya perdido ya su
razón de ser. El análisis tiene que luchar con las resistencias emanadas de
estas dos fuentes, resistencias que acompañan todos sus pasos. Cada una de las
ocurrencias del sujeto y cada uno de sus actos tiene que contar con la
resistencia y se presenta como una transacción entre las fuerzas favorables a
la curación y las opuestas a ella.
Si perseguimos un
complejo patógeno desde su representación en lo consciente (representación
visible como síntoma o totalmente inaparente) hasta sus raíces en lo
inconsciente, no tardamos en llegar a una región en la cual se impone de tal
modo la resistencia, que las ocurrencias inmediatas han de contar con ella y
presentarse como una transacción entre sus exigencias y las de la labor
investigadora. La experiencia nos ha mostrado ser este el punto en que la
transferencia inicia su actuación. Cuando en la materia del complejo (en el contenido
del complejo) hay algo que se presta a ser transferido a la persona del médico
se establece en el acto esta transferencia, produciendo la asociación inmediata
y anunciándose con los signos de una resistencia; por ejemplo, con una
detención de las asociaciones. De este hecho deducimos que si dicha idea ha
llegado hasta la conciencia con preferencia a todas las demás posibles, es
porque satisface también a la resistencia. Este proceso se repite innumerables
veces en el curso de un análisis. Siempre que nos aproximamos a un complejo
patógeno, es impulsado, en primer lugar, hacia la conciencia y tenazmente
defendido aquel elemento del complejo que resulta adecuado para la
transferencia .
Una vez vencido éste,
los demás elementos del complejo no crean grandes dificultades. Cuando más se
prolonga una cura analítica y más claramente va viendo el enfermo que las
deformaciones del material patógeno no constituyen por sí solas una protección
contra el descubrimiento del mismo, más consecuentemente se servirá de una
clase de deformación que le ofrece, sin disputa, máximas ventajas: de la
deformación por medio de la transferencia, llegándose así a una situación en la
que todos los conflictos han de ser combatidos ya sobre el terreno de la
transferencia. De este modo, la transferencia que surge en la cura analítica se
nos muestra siempre, al principio, como el arma más poderosa de la resistencia
y podemos deducir la conclusión de que la
intensidad y la duración de la transferencia son efecto y manifestación de la
resistencia. El mecanismo de la transferencia queda explicado con su
referencia a la disposición de la libido,
que ha permanecido fijada a imágenes infantiles. Pero la explicación de su
actuación en la cura no la conseguimos hasta examinar sus relaciones con la
resistencia.
¿De qué proviene que
la transferencia resulte tan adecuada para constituirse en un arma de la
resistencia? A primera vista no parece difícil la respuesta. Es indudable que
la confesión de un impulso optativo ha de resultar más difícil cuando ha de
llevarse a cabo ante la persona a la cual se refiere precisamente dicho
impulso. Esta imposición provoca situaciones que parecen realmente insolubles,
y esto es, precisamente, lo que quiere conseguir el analizado cuando hace
coincidir con el médico el objeto de sus impulsos sentimentales. Pero una
reflexión más detenida nos muestra que esta ventaja aparente no puede
ofrecernos la solución del problema. Una relación de tierna y sumisa adhesión
puede también ayudar a superar todas las dificultades de la confesión. Así, en
circunstancias reales análogas, solemos decir: «Delante de ti no tengo por qué
avergonzarme; a ti puedo decírtelo todo.» La transferencia sobre el médico
podría, pues, servir lo mismo para facilitar la confesión, y no podríamos
explicaros por qué provoca una dificultad.
La respuesta a esta
interrogación, repetidamente planteada ya aquí, no nos es proporcionada por una
más prolongada reflexión, sino por una observación que realizamos al investigar
las distintas resistencias por transferencia durante la cura. Acabamos por
advertir que, admitiendo tan sólo una «transferencia», no llegamos a comprender
el aprovechamiento de la misma para la resistencia, y tenemos que decidirnos a
distinguir una transferencia «positiva»
y una «negativa», una transferencia
de sentimientos cariñosos y otra de sentimientos hostiles, y examinar
separadamente tales dos clases de la transferencia sobre el médico. La
transferencia positiva se descompone luego, a su vez, en la de aquellos
sentimientos amistosos o tiernos que son capaces de conciencia y en la de sus
prolongaciones en lo inconsciente. Con respecto a estas últimas, demuestra el
análisis que proceden de fuentes eróticas, y así hemos de concluir que todos
los sentimientos de simpatía, amistad, confianza, etc., que entrañamos en la
vida, se hallan genéticamente enlazados con la sexualidad, y por muy puros y
asexuales que nos lo representemos en nuestra autopercepción consciente proceden
de deseos puramente sexuales, habiendo surgido de ellos por debilitación del
fin sexual. Primitivamente no conocimos más que objetos sexuales, y el
psicoanálisis nos muestra que las personas meramente estimadas o respetadas de
nuestra realidad pueden continuar siendo, para nuestro psiquismo inconsciente,
objetos sexuales.
La solución del
enigma está, por tanto, en que la transferencia sobre el médico sólo resulta
apropiada para constituirse en resistencia en la cura, en cuanto es
transferencia negativa, o positiva de impulsos eróticos reprimidos. Cuando
removemos la transferencia, orientando la conciencia sobre ella, no desligamos
de la persona del médico más que estos dos componentes del sentimiento. El otro
componente, capaz de conciencia y aceptable, subsiste y constituye también, en
el psicoanálisis como en los demás métodos terapéuticos, uno de los substratos
del éxito. En esta medida reconocemos gustosamente que los resultados del
psicoanálisis reposan en la sugestión, siempre que se entienda por sugestión
aquello que, con Ferenczi, vemos nosotros en él; el influjo ejercido sobre un
sujeto por medio de los fenómenos de transferencia en él posibles.
Paralelamente cuidamos de la independencia final del enfermo, utilizando la sugestión para hacerle llevar a cabo una
labor psíquica que trae necesariamente consigo una mejora permanente de su
situación psíquica. Puede preguntarse aún por qué los fenómenos de
resistencia de la transferencia surgen tan sólo en el psicoanálisis, y no en
los demás tratamientos, por ejemplo, en los sanatorios. En realidad surgen
también en estos casos, pero no son reconocidos como tales. La explosión de la
transferencia negativa es incluso muy frecuente en los sanatorios, y el enfermo
abandona el establecimiento, sin haber conseguido alivio alguno o habiendo
empeorado, en cuanto surge en él esta transferencia negativa.
La transferencia
erótica no llega a presenciar tan grave inconveniente en los sanatorios, pues
en lugar de ser descubierta y revelada es silenciada y disminuida, como en la
vida social; pero se manifiesta claramente como una resistencia a la curación,
no ya impulsando al enfermo a abandonar el establecimiento -por el contrario,
lo retiene en él-, sino manteniéndole apartado de la vida real. Para la
curación es totalmente indiferente que el enfermo domine en el sanatorio una
cualquiera angustia o inhibición; lo que importa es que se liberte también de
ella en la realidad de su vida.
La transferencia
negativa merecería una atención más detenida de la que podemos concederle
dentro de los límites del presente trabajo. En las formas curables de
psiconeurosis coexiste con la transferencia afectiva, apareciendo ambas
dirigidas simultáneamente, en muchos casos, sobre la misma persona, situación
para la cual ha hallado Bleuler el
término de «ambivalencia». Una tal
ambivalencia sentimental parece ser normal hasta cierto grado, pero a partir de
él constituye una característica especial de las personas neuróticas. En la
neurosis obsesiva parece ser característica de la vida instintiva una prematura
«disociación de los pares de antítesis»
y representar una de sus condiciones constitucionales. La ambivalencia de las
directivas sentimentales nos explica mejor que nada la facultad de los
neuróticos de poner sus transferencias al servicio de la resistencia. Allí donde la facultad de transferencia se ha hecho
esencialmente negativa, como en los paranoides, cesa toda posibilidad de
influjo y de curación. Pero con todas estas explicaciones no hemos examinado
aún más que uno de los lados del fenómeno de la transferencia, y es necesario
dedicar también alguna atención a otro de los aspectos del mismo. Quienes han
apreciado exactamente cómo el analizado es apartado violentamente de sus
relaciones reales con el médico en cuanto cae bajo el dominio de una intensa
resistencia por transferencia, cómo se permite entonces infringir la regla
psicoanalítica fundamental de comunicar, sin critica alguna, todo lo que acuda
a su pensamiento, cómo olvida los propósitos con los que acudió al tratamiento y
cómo le resultan ya indiferentes deducciones y conclusiones lógicas que poco
antes hubieron de causarle máxima impresión; quienes han podido apreciar
justamente todo esto sentirán la necesidad de explicárselo por la acción de
otros factores distintos de los ya citados hasta aquí, y en efecto, tales
factores existen, y no muy lejos; surgen nuevamente de la situación psíquica en
la que la cura ha colocado el analizado.
En la persecución de
la libido sustraída a la conciencia hemos penetrado en los dominios de lo
inconsciente. Las reacciones que provocamos entonces muestran algunos de los
caracteres peculiares a los procesos inconscientes, tal y como nos los ha dado
a conocer el estudio de los sueños. Los
impulsos inconscientes no quieren ser recordados, como la cura lo desea, sino
que tienden a reproducir conforme a las condiciones características de lo
inconsciente atemporalidad y su capacidad alucinatoria. El enfermo atribuye, del mismo modo que
en el sueño, a los resultados del estimulo de sus impulsos inconscientes,
actualidad y realidad; quiere dar
alimento a sus pasiones sin tener en cuenta la situación real. El médico
quiere obligarle a incluir tales impulsos afectivos en la marcha del
tratamiento, subordinados a la observación reflexiva y estimarlos según su
valor psíquico. Esta lucha entre el médico y el paciente, entre el intelecto y
el instinto, entre el conocimiento y la acción, se desarrolla casi por entero
en el terreno de los fenómenos de la transferencia. En este terreno ha de ser
conseguida la victoria, cuya manifestación será la curación de la neurosis. Es
innegable que el vencimiento de los fenómenos de la transferencia ofrece al
psicoanalítico máxima dificultad; pero no debe olvidarse que precisamente estos
fenómenos nos prestan el inestimable servicio de hacer actuales y manifiestos
los impulsos eróticos ocultos y olvidados de los enfermos, pues, en fin de
cuentas nadie puede ser vencido in absentia o in effigie.
Observaciones sobre el «amor de transferencia» - 1914
(1915)
Todo principiante en
psicoanálisis teme principalmente las dificultades que han de suscitarle la
interpretación de las ocurrencias del paciente y la reproducción de lo
reprimido. Pero no tarda en comprobar que tales dificultades significan muy
poco en comparación de las que surgen luego en el manejo de la transferencia.
De las diversas situaciones a que da lugar esta fase del análisis, quiero
describir aquí una, precisamente delimitada, que merece especial atención,
tanto por su frecuencia y su importancia real como por su interés teórico. Me
refiero al caso de que una paciente demuestre con signos inequívocos o declare
abiertamente haberse enamorado, como
otra mortal cualquiera, del médico que está analizándola. Esta situación tiene
su lado cómico y su lado serio e incluso penoso, y resulta tan complicada, tan
inevitable y tan difícil de resolver, que su discusión viene constituyendo hace
mucho tiempo una necesidad vital de la técnica psicoanalítica. Pero,
reconociéndolo así, no hemos tenido hasta ahora, absorbidos por otras
cuestiones, un espacio libre que poder dedicarle, aunque también ha de tenerse
en cuenta que su desarrollo tropieza siempre con el obstáculo que supone la discreción profesional, tan
indispensable en la vida como embarazosa para nuestra disciplina. Pero en
cuanto la literatura psicoanalítica pertenece también a la vida real, surge
aquí una contradicción insoluble. Recientemente he tenido que infringir ya en
un trabajo los preceptos de la discreción para indicar cómo precisamente esta
situación concomitante a la transferencia hubo de retrasar el desarrollo de la
terapia analítica en su primera década.
Para el profano -y en
psicoanálisis puede considerarse aún como tales a la inmensa mayoría de los
hombres cultos- los sucesos amorosos constituyen una categoría especialísima,
un capítulo de nuestra vida que no admite comparación con ninguno de los demás.
Así, pues, al saber que la paciente se ha enamorado del médico opinará que sólo
caben dos soluciones: o las circunstancias de ambos les permiten contraer una
unión legítima y definitiva, cosa poco frecuente, o, lo que es más probable,
tienen que separarse y abandonar la labor terapéutica comenzada. Existe, desde
luego, una tercera solución, que parece además compatible con la continuación
de la cura: la iniciación de unas relaciones amorosas ilegítimas y pasajeras;
pero tanto la moral burguesa como la dignidad profesional del médico la hacen
imposible. De todos modos, el profano demandará que el analista le presente
alguna garantía de la exclusión de este último caso. Es evidente que el punto
de vista del analítico ha de ser completamente distinto. Supongamos que la
situación se desenlaza conforme a la segunda de las soluciones indicadas. El
médico y la paciente se separan al hacerse manifiesto el enamoramiento de la
primera y la cura queda interrumpida.
Pero el estado de la
paciente hace necesaria, poco después, una nueva tentativa con otro médico, y
resulta que la sujeto acaba también por enamorarse de este segundo médico, e
igualmente del tercero, etc. Este hecho, que no dejará de presentarse en algún caso, y en el que vemos
uno de los fundamentos de la teoría psicoanalítica, entraña importantes
enseñanzas, tanto para el médico como para la enferma. Para el médico
supone una preciosa indicación y una excelente prevención contra una posible
transferencia recíproca, pronta a surgir en él. Le demuestra que el enamoramiento de la sujeto depende
exclusivamente de la situación psicoanalítica y no puede ser atribuido en modo
alguno a sus propios atractivos personales, por lo cual no tiene el menor
derecho a envanecerse de aquella «conquista», según se la
denominaría fuera del análisis. Y nunca está de más tal advertencia. Para la
paciente surge una alternativa: o renuncia definitivamente al tratamiento
analítico o ha de aceptar, como algo inevitable, un amor pasajero por el médico
que la trate . No duda que los familiares de la enferma se decidirán por la
primera de estas posibilidades, como el analítico por la segunda. Pero, a mi
juicio, es este un caso en el que la decisión no debe ser abandonada a la
solicitud cariñosa -y en el fondo celosa y egoísta- de los familiares. El
interés de la enferma debe ser el único factor decisivo, pues el cariño de sus
familiares no la curará jamás de su neurosis. El analista no necesitará
imponerse, pero sí puede afirmarse indispensable para la consecución de ciertos
resultados. Aquellos familiares de una paciente que hace suya la actitud de
Tolstoi ante este problema pueden conservar tranquilos la posesión imperturbada
de su mujer o de su hija, pero tendrán que resignarse a que también ella
conserve su neurosis y la consiguiente alteración de su capacidad de amar. En
último término, la situación es análoga a la que suscita un tratamiento
ginecológico. El marido o el padre celoso se equivocan además por completo si
creen que la paciente escapará al peligro de enamorarse del médico, confiando
la curación de su neurosis a un tratamiento distinto del analítico. La única
diferencia estará en que su enamoramiento, latente y no analizado, no
suministrará jamás aquella contribución a la curación que de él sabría extraer
el análisis.
Ha llegado a mí la
noticia de que algunos médicos que practican el análisis suelen preparar a las
pacientes a la aparición de la transferencia amorosa e incluso las inclinan a
fomentarla «para que el análisis progrese». Difícilmente puede imaginarse
técnica más desatinada. Con ella sólo consigue el médico arrancar al fenómeno
la fuerza probatoria que supone su espontaneidad y crearse obstáculos que luego
han de serle muy difíciles de vencer. En un principio no parece, ciertamente,
que el enamoramiento surgido en la transferencia pueda procurarnos nada
favorable a la cura. La paciente, incluso la más dúctil hasta entonces, pierde
de repente todo interés por la cura y no quiere ya hablar ni oír hablar más que
de su amor, para el cual demanda correspondencia. No muestra ya ninguno de los
síntomas que antes la aquejaban, o no se ocupa de ellos para nada, y se declara
completamente curada. La escena cambia totalmente, como si una súbita realidad
hubiese venido a interrumpir el desarrollo de una comedia, como cuando en medio
de una representación teatral surge la voz de «fuego». La primera vez que el
médico se encuentra ante este fenómeno le es muy difícil no perder de vista la
verdadera situación analítica y no incurrir en el error de creer realmente
terminado el tratamiento.
Un poco de reflexión
basta, sin embargo, para aprehender la situación verdadera. En primer lugar
hemos de sospechar que todo aquello
que viene a perturbar la cura es una manifestación de la resistencia y,
por tanto, ésta tiene que haber participado ampliamente en la aparición de las
exigencias amorosas de la paciente. Ya desde mucho tiempo antes veníamos
advirtiendo en la sujeto los signos de una transferencia
positiva, y pudimos atribuir, desde
luego, a esta actitud suya con respecto al médico su docilidad, su aceptación de las explicaciones que le dábamos en el
curso del análisis, su excelente comprensión y la claridad de inteligencia que
en todo ello demostraba. Pero todo esto ha desaparecido ahora; la paciente
aparece absorbida por su enamoramiento, y esta transformación se ha producido
precisamente en un momento en el que suponíamos que la sujeto iba a comunicar o
a recordar un fragmento especialmente penoso e intensamente reprimido de la
historia de su vida. Por tanto, el
enamoramiento venía existiendo desde mucho antes; pero ahora comienza a servirse
de él la resistencia para coartar la
continuación de la cura, apartar de la labor analítica el interés de la
paciente y colocar al médico en una posición embarazosa.
Un examen más
detenido de la situación nos descubre en ella la influencia de ciertos factores
que la complican. Estos factores son, en parte, los concomitantes a todo
enamoramiento, pero otros se nos revelan como manifestaciones especiales de la
resistencia. Entre los primeros hemos de contar la tendencia de la paciente a
comprobar el poder de sus atractivos, su deseo
de quebrantar la autoridad del médico, haciéndole descender al puesto de
amante, y todas las demás ventajas que trae consigo la satisfacción amorosa. De
la resistencia podemos, en cambio, sospechar que haya utilizado la declaración
amorosa para poner a prueba al severo analítico, que, de mostrarse propicio a
abandonar su papel, habría recibido en el acto una dura lección. Pero, ante
todo, experimentamos la impresión de que actúa como un agente provocador,
intensificando el enamoramiento y exagerando la disposición a la entrega
sexual, para justificar luego,
tanto más acentuadamente, la acción
de la represión, alegando los peligros de un tal desenfreno. En estas
circunstancias meramente accesorias, que pueden muy bien no aparecer en los
casos puros, ha visto Alfred Adler el nódulo esencial de todo el proceso.
Pero, ¿cómo ha de
comportarse el analítico para no fracasar en esta situación cuando tiene la
convicción de que la cura debe ser continuada, a pesar de la transferencia amorosa
y a través de la misma? Me sería muy difícil postular ahora, acogiéndome a la
moral generalmente aceptada, que el analista no debe aceptar el amor que le es
ofrecido ni corresponder a él, sino, por el contrario, considerar llegado el
momento de atribuirse ante la mujer enamorada la representación de la moral, y
moverla a renunciar a sus pretensiones amorosas y a proseguir la labor
analítica, dominando la parte animal de su personalidad. Pero no me es posible
satisfacer estas esperanzas y tampoco su primera como su segunda parte. La
primera no, porque no escribo para la clientela, sino para los médicos, que han
de luchar con graves dificultades, y, además, porque en este caso me es posible
referir el precepto moral a su origen; esto es, a su educación a un fin. Por
esta vez me encuentro, afortunadamente, en una situación en la que puedo
sustituir el precepto moral por las conveniencias de la técnica analítica, sin
que el resultado sufra modificación alguna.
Todavía he de negarme
más resueltamente a satisfacer la segunda parte de las esperanzas indicadas.
Invitar a la paciente a yugular sus instintos, a la renuncia y a la sublimación, en cuanto nos ha confesado
su transferencia amorosa, sería un solemne desatino. Equivaldría a conjurar a
un espíritu del Averno, haciéndole surgir ante nosotros, y despedirle luego sin
interrogarle. Supondría no haber atraído lo reprimido a la conciencia más que
para reprimirlo de nuevo, atemorizados. Tampoco podemos hacernos ilusiones
sobre el resultado de un tal procedimiento. Contra las pasiones, nada se
consigue con razonamientos, por elocuentes que sean. La paciente no verá más
que el desprecio, y no dejará de tomar venganza de él. Tampoco podemos aconsejar
un término medio, que quizá alguien consideraría el más prudente, y que
consistiría en afirmar a la paciente que correspondemos a sus sentimientos y
eludir, al mismo tiempo, toda manifestación física de tal cariño, hasta poder
encaminar la relación amorosa por senderos menos peligrosos y hacerla ascender
a un nivel superior. Contra esta solución he de objetar que el tratamiento
psicoanalítico se funda en una absoluta veracidad, a la cual debe gran parte de
su acción educadora y de su valor ético, resultando harto peligroso apartarse
de tal fundamento. Aquellos que se han asimilado verdaderamente la técnica
analítica no pueden ya practicar el arte de engañar, indispensable a otros
médicos, y suelen delatarse cuando en algún caso lo intentan con la mejor intención.
Además, como exigimos del paciente la más absoluta veracidad, nos jugamos toda
nuestra autoridad, exponiéndonos a que él mismo nos sorprenda en falta. Por
último, la tentativa de fingir cariño a la paciente no deja de tener sus
peligros.
Nuestro dominio sobre
nosotros mismos no es tan grande que descarte la posibilidad de encontrarnos de
pronto con que hemos ido más allá de lo que nos habíamos propuesto. Así, pues,
mi opinión es que no debemos apartarnos un punto de la neutralidad que nos
procura el vencimiento de la transferencia recíproca. Ya antes he dejado
adivinar que la técnica analítica impone al médico el precepto de negar a la
paciente la satisfacción amorosa por ella demandada. La cura debe desarrollarse en la abstinencia. Pero al
afirmarlo así, no aludimos tan sólo a la abstinencia física ni tampoco a la
abstinencia de todo lo que el paciente puede desear, pues esto no lo soportaría
quizá ningún enfermo. Queremos más bien sentar el principio de que debemos
dejar subsistir en los enfermos la necesidad y el deseo como fuerzas que han de
impulsarle hacia la labor analítica y hacia la modificación de su estado, y
guardarnos muy bien de querer amansar con subrogados las exigencias de tales
fuerzas. Y, en realidad, lo único que podríamos ofrecer a la enferma serían
subrogados, pues mientras no queden vencidas sus represiones, su estado la
incapacita para toda satisfacción real.
Concedemos, desde
luego, que el principio de que la cura analítica debe desarrollarse en la
abstinencia va mucho más allá del caso particular aquí estudiado, y precisa de
una discusión más detenida, en la que quedarían fijados los límites de su
posibilidad en la práctica. Mas, por ahora, eludiremos la cuestión para
atenernos lo más estrictamente posible a la situación de la que hemos partido.
¿Qué sucedería si el médico se condujese de otro modo y utilizase la eventual
libertad suya y de la paciente para corresponder al amor de esta última y
satisfacer su necesidad de cariño? Si al adoptar esta resolución lo hace guiado
por el propósito de asegurarse así el dominio sobre la paciente, moverla a
resolver los problemas de la cura y conseguir, por tanto, libertarla de su
neurosis, la experiencia no tardará en demostrarle que ha errado por completo
el cálculo. La paciente conseguiría su fin, y, en cambio, él no alcanzará jamás
el suyo. Entre el médico y la enferma se habría desarrollado otra vez la
divertida historia del cura y el agente de seguros. Un agente de seguros, muy
poco dado a las cosas de la religión, cayó gravemente enfermo, y sus familiares
llamaron a un sabio sacerdote para que intentara convertirle antes de la
muerte. La conversación se prolonga tanto, que los parientes comienzan a
abrigar alguna esperanza. Por último, se abre la puerta de la alcoba. El
incrédulo no se ha convertido, pero el sacerdote vuelve a su casa asegurado
contra toda clase de riesgos.
El hecho de que la paciente viera correspondidas sus
pretensiones amorosas constituiría una victoria para ella y una total derrota
para la cura. La enferma habría conseguido, en efecto, aquello a lo que aspiran
todos los pacientes en el curso del análisis: habría conseguido repetir,
realmente, en la vida, algo que sólo debía recordar, reproduciéndolo como
material psíquico y manteniéndolo en los dominios anímicos. En el curso ulterior de sus relaciones amorosas manifestaría luego
todas las inhibiciones y todas las reacciones patológicas de su vida erótica,
sin que fuera posible corregirlas, y la dolorosa aventura terminaría dejándola
llena de remordimiento y habiendo intensificado considerablemente su tendencia
a la represión. Las relaciones amorosas ponen, en efecto, un término a toda
posibilidad de influjo por medio del tratamiento analítico. La reunión de ambas
cosas es algo imposible. Así, pues, la satisfacción de las pretensiones
amorosas de la paciente es tan fatal para el análisis como su represión. El
camino que ha de seguir el analista es muy otro, y carece de antecedentes en la
vida real. Nos guardamos de desviar a la
paciente de su transferencia amorosa o disuadirla de ella pero también y
con igual firmeza, de toda correspondencia. Conservamos la transferencia
amorosa, pero la tratamos como algo
irreal, como una situación por la que se ha de atravesar fatalmente en la cura,
que ha de ser referida a sus orígenes inconscientes y que ha de ayudarnos a
llevar a la conciencia de la paciente los elementos más ocultos de su vida
erótica, sometiéndolos así a su dominio consciente. Cuando más resueltamente
demos la impresión de hallarnos asegurados contra toda tentación, antes
podremos extraer de la situación todo su contenido analítico. La paciente cuya
represión sexual no ha sido aún levantada, sino tan sólo relegada a un último
término, se sentirá entonces suficientemente segura para comunicar francamente
todas las fantasías de su deseo sexual y todos los caracteres de su
enamoramiento, y partiendo de estos elementos nos mostrará el camino que ha de
conducirnos a los fundamentos infantiles de su amor.
Con cierta categoría
de mujeres fracasará, sin embargo, esta tentativa de conservar, sin
satisfacerla, la transferencia amorosa, para utilizarla en la labor analítica.
Son éstas las mujeres de pasiones elementales que no toleran subrogado alguno,
naturalezas primitivas que no quieren aceptar lo psíquico por lo material.
Estas personas nos colocan ante el dilema de corresponder a su amor o atraernos
la hostilidad de la mujer despreciada. Ninguna de estas dos actitudes es
favorable a la cura, y, por tanto, habremos de retirarnos sin obtener resultado
alguno y reflexionando sobre el problema de cómo puede ser compatible la
aptitud para la neurosis con una tan indomable necesidad de amor. La manera de
hacer aceptar poco a poco la concepción analítica a otras enamoradas menos
violentas se habrá revelado, seguramente, en idéntica forma, a muchos
analistas. Consiste, sobre todo, en hacer resaltar la innegable participación
de la resistencia en aquel «amor».
Un
enamoramiento verdadero haría más dócil a la paciente, e intensificaría su
buena voluntad en resolver los problemas de su caso, sólo porque el hombre
amado lo pedía. Una mujer realmente enamorada anhelaría obtener la curación
completa para alcanzar un mayor valor a los ojos del médico y preparar la
realidad en la que poder desarrollar ya libremente su inclinación amorosa.
Pero (si) en lugar de
todo esto, la paciente se muestra caprichosa y desobediente; ha dejado de
interesarse por el análisis y seguramente de creer en las afirmaciones del
médico. Así, pues, lo que hace no es sino manifestar una resistencia bajo la
forma de enamoramiento, y sin tener siquiera en cuenta que de aquel modo coloca
al médico en una situación muy embarazosa, pues si rechaza su pretendido amor,
como se lo aconsejan su deber y su conocimiento de la situación real, dará
pretexto a la paciente para hacerse la despreciada y eludir, en venganza, la
curación que él podría ofrecerle, como ahora la elude con su enamoramiento.
Como segundo
argumento contra la autenticidad de este amor aducimos la afirmación de que el
mismo no presenta ni un solo rasgo nuevo nacido de la situación actual, sino
que se compone, en su totalidad, de repeticiones y ecos de reacciones
anteriores e incluso infantiles, y nos comprometemos a demostrárselo así a la
paciente con el análisis detallado de su conducta amorosa. Si a estos
argumentos agregamos cierta paciencia, conseguiremos, casi siempre, dominar la
difícil situación y continuar la labor analítica, cuyo fin más inmediato será
el descubrimiento de la elección
infantil de objeto y de las fantasías a ella enlazadas. Pero antes de
seguir adelante quiero examinar críticamente los argumentos expuestos y
plantear la interrogación de si decimos con ellos a la paciente toda la verdad
o no son más que un recurso engañoso del que hemos echado mano para salir del
mal paso. O dicho de otro modo: el enamoramiento que se hace manifiesto en la
cura analítica, ¿no puede realmente ser tenido por verdadero? A mi juicio,
hemos dicho a la paciente la verdad, pero no toda la verdad, sin preocuparnos
de lo que pudiera resultar. De nuestros dos argumentos, el más poderoso es el
primero. La participación de la resistencia en el amor de transferencia es
indiscutible y muy amplia. Pero la resistencia misma no crea este amor: lo
encuentra ya ante sí, y se sirve de él, exagerando sus manifestaciones. No
aporta, pues, nada contrario a la autenticidad del fenómeno. Nuestro segundo
argumento es más débil; es cierto que este enamoramiento se compone de nuevas
ediciones de rasgos antiguos y repite reacciones infantiles. Pero tal es el
carácter esencial de todo enamoramiento. No hay ninguno que no repita modelos
infantiles.
Precisamente aquello
que constituye su carácter obsesivo, rayano en lo patológico, procede de su
condicionalidad infantil. El amor de transferencia presenta quizá un grado
menos de libertad que el amor corriente, llamado normal; delata más claramente
su dependencia del modelo infantil y se muestra menos dúctil y menos suceptible
de modificación; pero esto no es todo, ni tampoco lo esencial. ¿En qué otros
caracteres podemos, pues, reconocer la autenticidad de un amor? ¿Acaso en su
capacidad de rendimiento, en su utilidad para la consecución del fin amoroso?
En este punto el amor de transferencia parece no tener nada que envidiar a los
demás. Nos da la impresión de poder conseguirlo todo de él. Resumiendo: no
tenemos derecho alguno a negar al enamoramiento que surge en el tratamiento
analítico el carácter del auténtico. Si nos parece tan poco normal, ello se
debe principalmente a que también el enamoramiento corriente, ajeno a la cura
analítica, recuerda más bien los fenómenos anímicos anormales que los normales.
De todos modos, aparece caracterizado por algunos rasgos que le aseguran una
posición especial: 1º. Es provocado por la situación analítica. 2º. Queda
intensificado por la resistencia dominante en tal situación; y 3º. Es menos
prudente, más indiferente a sus consecuencias y más ciego en la estimación de
la persona amada que otro cualquier enamoramiento normal. Pero no debemos
tampoco olvidar que precisamente estos caracteres divergentes de lo normal
constituyen el nódulo esencial de todo enamoramiento.
Para la conducta del
médico resulta decisivo el primero de los tres caracteres indicados. Sabiendo
que el enamoramiento de la paciente ha sido provocado por la iniciación del
tratamiento analítico de la neurosis, tiene que considerarlo como el resultado
inevitable de una situación médica, análogo a la desnudez del enfermo durante
un reconocimiento o a su confesión de un secreto importante. En consecuencia,
le estará totalmente vedado extraer de él provecho personal alguno. La buena
disposición de la paciente no invalida en absoluto este impedimento y echa
sobre el médico toda la responsabilidad, pues éste sabe perfectamente que para
la enferma no existía otro camino de llegar a la curación. Una vez vencidas
todas las dificultades, suelen confesar las pacientes que al emprender la cura
abrigaban ya la siguiente fantasía: «Si me porto bien, acabaré por obtener,
como recompensa, el cariño del médico.» Así, pues, los motivos éticos y los
técnicos coinciden aquí para apartar al médico de corresponder al amor de la
paciente.
No cabe perder de
vista que su fin es devolver a la enferma la libre disposición de su facultad
de amar, coartada ahora por fijaciones infantiles, pero devolvérsela no para
que la emplee en la cura, sino para que haga uso de ella más tarde, en la vida
real, una vez terminado el tratamiento. No debe representar con ella la escena
de las carreras de perros, en las cuales el premio es una ristra de salchicas,
y que un chusco estropea tirando a la pista una única salchica, sobre la cual
se arrojan los corredores, olvidando la carrera y el copioso premio que espera
al vencedor. No he de afirmar que siempre resulta fácil para el médico
mantenerse dentro de los límites que le prescriben la ética y la técnica. Sobre
todo para el médico joven y carente aún de lazos fijos. Indudablemente, el amor
sexual es uno de los contenidos principales de la vida, y la reunión de la
satisfacción anímica y física en el placer amoroso constituye, desde luego, uno
de los puntos culminantes de la misma. Todos los hombres, salvo algunos
obstinados fanáticos, lo saben así, y obran en consecuencia, aunque no se
atreven a confesarlo. Por otra parte, es harto penoso para el hombre rechazar
un amor que se le ofrece, y de una mujer interesante, que nos confiesa
noblemente su amor, emana siempre, a pesar de la neurosis y la resistencia, un
atractivo incomparable. La tentación no reside en el requerimiento puramente
sensual de la paciente, que por sí solo quizá produjera un efecto negativo,
haciendo preciso un esfuerzo de tolerante comprensión para ser disculpado como
un fenómeno natural. Las otras tendencias femeninas, más delicadas, son quizá
las que entrañan el peligro de hacer olvidar al médico la técnica y su labor
profesional en favor de una bella aventura.
Y, sin embargo, para
el analítico ha de quedar excluida toda posibilidad de abandono. Por mucho que
estime el amor, ha de estimar más su labor de hacer franquear a la paciente un
escalón decisivo de su vida. La enferma debe aprender de él a dominar el principio
del placer y a renunciar a una
satisfacción próxima, pero socialmente ilícita, en favor de otra más lejana e incluso incierta, pero irreprochable
tanto desde el punto de vista psicológico como desde el social. Para
alcanzar un tal dominio, ha de ser conducida a través de las épocas primitivas
de su desarrollo psíquico y conquistar en este camino aquel incremento de la
libertad anímica que distingue a la actividad psíquica consciente -en un
sentido sistemático- de la inconsciente. De este modo, el psicoterapeuta ha de
librar un triple combate: en su interior, contra los poderes que intentan
hacerle descender del nivel analítico; fuera del análisis, contra los
adversarios que le discuten la importancia de las fuerzas instintivas sexuales
y le prohiben servirse de ellas en su técnica científica, y en el análisis,
contra sus pacientes, que al principio se comportan como los adversarios, pero
manifiestan luego la hiper-estimación de la vida sexual que los domina, y
quieren aprisionar al médico en las redes de su pasión, no refrenada
socialmente.