Freud alertó sobre la necesidad de que nuestros líderes sean personas de visión superior, que pudieran trasponer sus tendencias pulsionales para alcanzar la sublimación. La política mercantilista le impidió publicar diversos artículos: el fundamental, referido a la telepatía, clave en la comprensión de “lo siniestro transgeneracional”. Una inminente catástrofe climática reclama sanar el alma humana, presa del principio del placer, la enfermedad es la desintegración; el paradigma cuántico relativista expuesto por Albert Einstein a Freud permitió integrar jerárquicamente una nueva cosmovisión que exige subordinarse a la ética de mejorar el todo “holos” y no solo una parte. Realizamos una síntesis de Psicoanálisis y Psicología evolutiva en la que incorporamos los desarrollos de distintas disciplinas y, también, de prácticas y filosofías mal llamadas alternativas. Aquello que Tánatos separa y desune, la amalgama del Eros une; es la dinámica de la sublimación lo que salvará a la especie y la vida en la tierra.

Transferencia desde Freud


La dinámica de la transferencia - 1912


El tema de la transferencia, tan difícilmente agotable, ha sido tratado recientemente aquí mismo   por W. Stekel en forma descriptiva. Por mi parte quiero añadir algunas observaciones encaminadas a explicar por qué la transferencia surge necesariamente en toda cura psicoanalítica y cómo llega a desempeñar en el tratamiento el papel que todos conocemos. Recordaremos, ante todo, que la acción conjunta de la disposición congénita y las influencias experimentadas durante los años infantiles determina, en cada individuo, la modalidad especial de su vida erótica, fijando los fines de la misma, las condiciones que el sujeto habrá de exigir en ella y los instintos que en ella habrá de satisfacer. Resulta, así, un clisé (o una serie de ellos), repetido, o reproducido luego regularmente, a través de toda la vida, en cuanto lo permiten las circunstancias exteriores y la naturaleza de los objetos eróticos asequibles, pero susceptible también de alguna modificación bajo la acción de las impresiones recientes. Ahora bien: nuestras investigaciones nos han revelado que sólo una parte de estas tendencias que determinan la vida erótica han realizado una evolución psíquica completa. Esta parte, vuelta hacia la realidad, se halla a disposición de la personalidad consciente y constituye uno de sus componentes. En cambio, otra parte de tales tendencias libidinosas ha quedado detenida en su desarrollo por el veto de la personalidad consciente y de la misma realidad y sólo ha podido desplegarse en la fantasía o ha permanecido confinada en lo inconsciente, totalmente ignorada por la conciencia de la personalidad. El individuo cuyas necesidades eróticas no son satisfechas por la realidad, orientará representaciones libidinosas hacia toda nueva persona que surja en su horizonte, siendo muy probable que las dos porciones de su libido, la capaz de conciencia y la inconsciente, participen en este proceso.

Es, por tanto, perfectamente normal y comprensible que la carga de libido que el individuo parcialmente insatisfecho mantiene esperanzadamente pronta se oriente también hacia la persona del médico. Conforme a nuestra hipótesis, esta carga se atendrá a ciertos modelos, se enlazará a uno de los clisés dados en el sujeto de que se trate o, dicho de otro modo, incluirá al médico en una de las «series» psíquicas que el paciente ha formado hasta entonces. Conforme a la naturaleza de las relaciones del paciente con el médico, el modelo de esta inclusión habría de ser el correspondiente a la imagen del padre (según la feliz expresión de Jung). Pero la transferencia no tiene que seguir obligadamente este prototipo, y puede establecerse también conforme a la imagen de la madre o del hermano, etc. Aquellas peculiaridades de la transferencia sobre el médico, cuya naturaleza e intensidad no pueden ya justificarse racionalmente, se nos hacen comprensibles al reflexionar que dicha transferencia no ha sido establecida únicamente por las representaciones libidinosas conscientes, sino también por las retenidas o inconscientes.

Nada más habría que decir sobre esta conducta de la transferencia si no permanecieran aún inexplicados dos puntos especialmente interesantes para el psicoanálisis. En primer lugar, no comprendemos por qué la transferencia de los sujetos neuróticos sometidos al análisis se muestra mucho más intensa que la de otras personas no analizadas, y en segundo, nos resulta enigmático porque al análisis se nos opone la transferencia como la resistencia más fuerte contra el tratamiento, mientras que fuera del análisis hemos de reconocerla como substrato del efecto terapéutico y condición del éxito. Podemos comprobar, cuantas veces queramos, que cuando cesan las asociaciones libres de un paciente, siempre puede vencerse tal agotamiento asegurándole que se halla bajo el dominio de una ocurrencia referente a la persona del médico. En cuanto damos esta explicación cesa el agotamiento o queda transformada la falta de asociaciones en una silenciación consciente de las mismas. A primera vista parece un grave inconveniente del psicoanálisis el hecho de que la transferencia, la palanca más poderosa de éxito, se transforme en él en el arma más fuerte de la resistencia. Pero a poco que reflexionemos desaparece, por lo menos, el primero de los dos problemas que aquí se nos plantean. No es cierto que la transferencia surja más intensa y desenfrenada en el psicoanálisis que fuera de él. En los sanatorios en que los nerviosos no son tratados analíticamente, la transferencia muestra también máxima intensidad y adopta las formas más indignas, llegando, a veces, hasta el sometimiento más absoluto, y no siendo nada difícil comprobar su matiz erótico. Una sutil observadora, Gabriela Reuter, ha descrito esta situación, cuando apenas existía aún el psicoanálisis, en un libro muy notable, en el que revela, además, una penetrante visión de la naturaleza y la génesis de las neurosis.

Así, pues, no debemos atribuir al psicoanálisis, sino a la neurosis misma, estos caracteres de la transferencia. En cambio, el segundo problema permanece aún en pie. Vamos a aproximarnos a él, o sea a la cuestión de por qué la transferencia se nos opone, como resistencia, en el tratamiento psicoanalítico. Representémonos la situación psicológica del tratamiento. Toda adquisición de una psiconeurosis tiene como premisa regular e indispensable el proceso descrito por Jung con el nombre de introversión de la libido, proceso consistente en la disminución de la parte de libido capaz de conciencia y orientada hacia la realidad, y el aumento correlativo de la parte inconsciente, apartada de la realidad confinada en lo inconsciente y reducida, cuando más, a alimentar las fantasías del sujeto. La libido ha emprendido (total o fragmentariamente) una regresión y así ha reanimado las imágenes infantiles. En este camino es seguida por la cura analítica, que quiere descubrir la libido, hacerla de nuevo asequible a la conciencia y ponerla al servicio de la realidad. Allí donde la investigación analítica tropieza con la libido, encastillada en sus escondites, tiene que surgir un combate. Todas las fuerzas que han motivado la regresión de la libido se alzarán, en calidad de resistencias, contra la labor analítica, para conservar la nueva situación, pues si la introversión o regresión de la libido no hubiese estado justificada por una determinada relación con el mundo exterior (generalmente por la ausencia de satisfacción), no hubiese podido tener efecto.

Pero las resistencias que aquí tienen su origen no son las únicas, ni siquiera las más intensas. La libido puesta a disposición de la personalidad se hallaba siempre bajo la atracción de los complejos inconscientes (o mejor aún: de los elementos inconscientes de estos complejos) y emprendió la regresión al debilitarse la atracción de la realidad. Para libertarla tiene que ser vencida esta atracción de lo inconsciente lo cual equivale a levantar la represión de los instintos inconscientes y de sus productos. De aquí es de donde nace la parte más importante de la resistencia que mantiene tantas veces la enfermedad, aun cuando el apartamiento de la realidad haya perdido ya su razón de ser. El análisis tiene que luchar con las resistencias emanadas de estas dos fuentes, resistencias que acompañan todos sus pasos. Cada una de las ocurrencias del sujeto y cada uno de sus actos tiene que contar con la resistencia y se presenta como una transacción entre las fuerzas favorables a la curación y las opuestas a ella.

Si perseguimos un complejo patógeno desde su representación en lo consciente (representación visible como síntoma o totalmente inaparente) hasta sus raíces en lo inconsciente, no tardamos en llegar a una región en la cual se impone de tal modo la resistencia, que las ocurrencias inmediatas han de contar con ella y presentarse como una transacción entre sus exigencias y las de la labor investigadora. La experiencia nos ha mostrado ser este el punto en que la transferencia inicia su actuación. Cuando en la materia del complejo (en el contenido del complejo) hay algo que se presta a ser transferido a la persona del médico se establece en el acto esta transferencia, produciendo la asociación inmediata y anunciándose con los signos de una resistencia; por ejemplo, con una detención de las asociaciones. De este hecho deducimos que si dicha idea ha llegado hasta la conciencia con preferencia a todas las demás posibles, es porque satisface también a la resistencia. Este proceso se repite innumerables veces en el curso de un análisis. Siempre que nos aproximamos a un complejo patógeno, es impulsado, en primer lugar, hacia la conciencia y tenazmente defendido aquel elemento del complejo que resulta adecuado para la transferencia  .

Una vez vencido éste, los demás elementos del complejo no crean grandes dificultades. Cuando más se prolonga una cura analítica y más claramente va viendo el enfermo que las deformaciones del material patógeno no constituyen por sí solas una protección contra el descubrimiento del mismo, más consecuentemente se servirá de una clase de deformación que le ofrece, sin disputa, máximas ventajas: de la deformación por medio de la transferencia, llegándose así a una situación en la que todos los conflictos han de ser combatidos ya sobre el terreno de la transferencia. De este modo, la transferencia que surge en la cura analítica se nos muestra siempre, al principio, como el arma más poderosa de la resistencia y podemos deducir la conclusión de que la intensidad y la duración de la transferencia son efecto y manifestación de la resistencia. El mecanismo de la transferencia queda explicado con su referencia a la disposición de la libido, que ha permanecido fijada a imágenes infantiles. Pero la explicación de su actuación en la cura no la conseguimos hasta examinar sus relaciones con la resistencia.

¿De qué proviene que la transferencia resulte tan adecuada para constituirse en un arma de la resistencia? A primera vista no parece difícil la respuesta. Es indudable que la confesión de un impulso optativo ha de resultar más difícil cuando ha de llevarse a cabo ante la persona a la cual se refiere precisamente dicho impulso. Esta imposición provoca situaciones que parecen realmente insolubles, y esto es, precisamente, lo que quiere conseguir el analizado cuando hace coincidir con el médico el objeto de sus impulsos sentimentales. Pero una reflexión más detenida nos muestra que esta ventaja aparente no puede ofrecernos la solución del problema. Una relación de tierna y sumisa adhesión puede también ayudar a superar todas las dificultades de la confesión. Así, en circunstancias reales análogas, solemos decir: «Delante de ti no tengo por qué avergonzarme; a ti puedo decírtelo todo.» La transferencia sobre el médico podría, pues, servir lo mismo para facilitar la confesión, y no podríamos explicaros por qué provoca una dificultad.

La respuesta a esta interrogación, repetidamente planteada ya aquí, no nos es proporcionada por una más prolongada reflexión, sino por una observación que realizamos al investigar las distintas resistencias por transferencia durante la cura. Acabamos por advertir que, admitiendo tan sólo una «transferencia», no llegamos a comprender el aprovechamiento de la misma para la resistencia, y tenemos que decidirnos a distinguir una transferencia «positiva» y una «negativa», una transferencia de sentimientos cariñosos y otra de sentimientos hostiles, y examinar separadamente tales dos clases de la transferencia sobre el médico. La transferencia positiva se descompone luego, a su vez, en la de aquellos sentimientos amistosos o tiernos que son capaces de conciencia y en la de sus prolongaciones en lo inconsciente. Con respecto a estas últimas, demuestra el análisis que proceden de fuentes eróticas, y así hemos de concluir que todos los sentimientos de simpatía, amistad, confianza, etc., que entrañamos en la vida, se hallan genéticamente enlazados con la sexualidad, y por muy puros y asexuales que nos lo representemos en nuestra autopercepción consciente proceden de deseos puramente sexuales, habiendo surgido de ellos por debilitación del fin sexual. Primitivamente no conocimos más que objetos sexuales, y el psicoanálisis nos muestra que las personas meramente estimadas o respetadas de nuestra realidad pueden continuar siendo, para nuestro psiquismo inconsciente, objetos sexuales.

La solución del enigma está, por tanto, en que la transferencia sobre el médico sólo resulta apropiada para constituirse en resistencia en la cura, en cuanto es transferencia negativa, o positiva de impulsos eróticos reprimidos. Cuando removemos la transferencia, orientando la conciencia sobre ella, no desligamos de la persona del médico más que estos dos componentes del sentimiento. El otro componente, capaz de conciencia y aceptable, subsiste y constituye también, en el psicoanálisis como en los demás métodos terapéuticos, uno de los substratos del éxito. En esta medida reconocemos gustosamente que los resultados del psicoanálisis reposan en la sugestión, siempre que se entienda por sugestión aquello que, con Ferenczi, vemos nosotros en él; el influjo ejercido sobre un sujeto por medio de los fenómenos de transferencia en él posibles. Paralelamente cuidamos de la independencia final del enfermo, utilizando la sugestión para hacerle llevar a cabo una labor psíquica que trae necesariamente consigo una mejora permanente de su situación psíquica. Puede preguntarse aún por qué los fenómenos de resistencia de la transferencia surgen tan sólo en el psicoanálisis, y no en los demás tratamientos, por ejemplo, en los sanatorios. En realidad surgen también en estos casos, pero no son reconocidos como tales. La explosión de la transferencia negativa es incluso muy frecuente en los sanatorios, y el enfermo abandona el establecimiento, sin haber conseguido alivio alguno o habiendo empeorado, en cuanto surge en él esta transferencia negativa.

La transferencia erótica no llega a presenciar tan grave inconveniente en los sanatorios, pues en lugar de ser descubierta y revelada es silenciada y disminuida, como en la vida social; pero se manifiesta claramente como una resistencia a la curación, no ya impulsando al enfermo a abandonar el establecimiento -por el contrario, lo retiene en él-, sino manteniéndole apartado de la vida real. Para la curación es totalmente indiferente que el enfermo domine en el sanatorio una cualquiera angustia o inhibición; lo que importa es que se liberte también de ella en la realidad de su vida.

La transferencia negativa merecería una atención más detenida de la que podemos concederle dentro de los límites del presente trabajo. En las formas curables de psiconeurosis coexiste con la transferencia afectiva, apareciendo ambas dirigidas simultáneamente, en muchos casos, sobre la misma persona, situación para la cual ha hallado Bleuler   el término de «ambivalencia». Una tal ambivalencia sentimental parece ser normal hasta cierto grado, pero a partir de él constituye una característica especial de las personas neuróticas. En la neurosis obsesiva parece ser característica de la vida instintiva una prematura «disociación de los pares de antítesis» y representar una de sus condiciones constitucionales. La ambivalencia de las directivas sentimentales nos explica mejor que nada la facultad de los neuróticos de poner sus transferencias al servicio de la resistencia. Allí donde la facultad de transferencia se ha hecho esencialmente negativa, como en los paranoides, cesa toda posibilidad de influjo y de curación. Pero con todas estas explicaciones no hemos examinado aún más que uno de los lados del fenómeno de la transferencia, y es necesario dedicar también alguna atención a otro de los aspectos del mismo. Quienes han apreciado exactamente cómo el analizado es apartado violentamente de sus relaciones reales con el médico en cuanto cae bajo el dominio de una intensa resistencia por transferencia, cómo se permite entonces infringir la regla psicoanalítica fundamental de comunicar, sin critica alguna, todo lo que acuda a su pensamiento, cómo olvida los propósitos con los que acudió al tratamiento y cómo le resultan ya indiferentes deducciones y conclusiones lógicas que poco antes hubieron de causarle máxima impresión; quienes han podido apreciar justamente todo esto sentirán la necesidad de explicárselo por la acción de otros factores distintos de los ya citados hasta aquí, y en efecto, tales factores existen, y no muy lejos; surgen nuevamente de la situación psíquica en la que la cura ha colocado el analizado.

En la persecución de la libido sustraída a la conciencia hemos penetrado en los dominios de lo inconsciente. Las reacciones que provocamos entonces muestran algunos de los caracteres peculiares a los procesos inconscientes, tal y como nos los ha dado a conocer el estudio de los sueños. Los impulsos inconscientes no quieren ser recordados, como la cura lo desea, sino que tienden a reproducir conforme a las condiciones características de lo inconsciente atemporalidad y su capacidad alucinatoria. El enfermo atribuye, del mismo modo que en el sueño, a los resultados del estimulo de sus impulsos inconscientes, actualidad y realidad; quiere dar alimento a sus pasiones sin tener en cuenta la situación real. El médico quiere obligarle a incluir tales impulsos afectivos en la marcha del tratamiento, subordinados a la observación reflexiva y estimarlos según su valor psíquico. Esta lucha entre el médico y el paciente, entre el intelecto y el instinto, entre el conocimiento y la acción, se desarrolla casi por entero en el terreno de los fenómenos de la transferencia. En este terreno ha de ser conseguida la victoria, cuya manifestación será la curación de la neurosis. Es innegable que el vencimiento de los fenómenos de la transferencia ofrece al psicoanalítico máxima dificultad; pero no debe olvidarse que precisamente estos fenómenos nos prestan el inestimable servicio de hacer actuales y manifiestos los impulsos eróticos ocultos y olvidados de los enfermos, pues, en fin de cuentas nadie puede ser vencido in absentia o in effigie.

Observaciones sobre el «amor de transferencia» - 1914 (1915)


Todo principiante en psicoanálisis teme principalmente las dificultades que han de suscitarle la interpretación de las ocurrencias del paciente y la reproducción de lo reprimido. Pero no tarda en comprobar que tales dificultades significan muy poco en comparación de las que surgen luego en el manejo de la transferencia. De las diversas situaciones a que da lugar esta fase del análisis, quiero describir aquí una, precisamente delimitada, que merece especial atención, tanto por su frecuencia y su importancia real como por su interés teórico. Me refiero al caso de que una paciente demuestre con signos inequívocos o declare abiertamente haberse enamorado, como otra mortal cualquiera, del médico que está analizándola. Esta situación tiene su lado cómico y su lado serio e incluso penoso, y resulta tan complicada, tan inevitable y tan difícil de resolver, que su discusión viene constituyendo hace mucho tiempo una necesidad vital de la técnica psicoanalítica. Pero, reconociéndolo así, no hemos tenido hasta ahora, absorbidos por otras cuestiones, un espacio libre que poder dedicarle, aunque también ha de tenerse en cuenta que su desarrollo tropieza siempre con el obstáculo que supone la discreción profesional, tan indispensable en la vida como embarazosa para nuestra disciplina. Pero en cuanto la literatura psicoanalítica pertenece también a la vida real, surge aquí una contradicción insoluble. Recientemente he tenido que infringir ya en un trabajo los preceptos de la discreción para indicar cómo precisamente esta situación concomitante a la transferencia hubo de retrasar el desarrollo de la terapia analítica en su primera década.

Para el profano -y en psicoanálisis puede considerarse aún como tales a la inmensa mayoría de los hombres cultos- los sucesos amorosos constituyen una categoría especialísima, un capítulo de nuestra vida que no admite comparación con ninguno de los demás. Así, pues, al saber que la paciente se ha enamorado del médico opinará que sólo caben dos soluciones: o las circunstancias de ambos les permiten contraer una unión legítima y definitiva, cosa poco frecuente, o, lo que es más probable, tienen que separarse y abandonar la labor terapéutica comenzada. Existe, desde luego, una tercera solución, que parece además compatible con la continuación de la cura: la iniciación de unas relaciones amorosas ilegítimas y pasajeras; pero tanto la moral burguesa como la dignidad profesional del médico la hacen imposible. De todos modos, el profano demandará que el analista le presente alguna garantía de la exclusión de este último caso. Es evidente que el punto de vista del analítico ha de ser completamente distinto. Supongamos que la situación se desenlaza conforme a la segunda de las soluciones indicadas. El médico y la paciente se separan al hacerse manifiesto el enamoramiento de la primera y la cura queda interrumpida.

Pero el estado de la paciente hace necesaria, poco después, una nueva tentativa con otro médico, y resulta que la sujeto acaba también por enamorarse de este segundo médico, e igualmente del tercero, etc. Este hecho, que no dejará de presentarse en algún caso, y en el que vemos uno de los fundamentos de la teoría psicoanalítica, entraña importantes enseñanzas, tanto para el médico como para la enferma. Para el médico supone una preciosa indicación y una excelente prevención contra una posible transferencia recíproca, pronta a surgir en él. Le demuestra que el enamoramiento de la sujeto depende exclusivamente de la situación psicoanalítica y no puede ser atribuido en modo alguno a sus propios atractivos personales, por lo cual no tiene el menor derecho a envanecerse de aquella «conquista», según se la denominaría fuera del análisis. Y nunca está de más tal advertencia. Para la paciente surge una alternativa: o renuncia definitivamente al tratamiento analítico o ha de aceptar, como algo inevitable, un amor pasajero por el médico que la trate . No duda que los familiares de la enferma se decidirán por la primera de estas posibilidades, como el analítico por la segunda. Pero, a mi juicio, es este un caso en el que la decisión no debe ser abandonada a la solicitud cariñosa -y en el fondo celosa y egoísta- de los familiares. El interés de la enferma debe ser el único factor decisivo, pues el cariño de sus familiares no la curará jamás de su neurosis. El analista no necesitará imponerse, pero sí puede afirmarse indispensable para la consecución de ciertos resultados. Aquellos familiares de una paciente que hace suya la actitud de Tolstoi ante este problema pueden conservar tranquilos la posesión imperturbada de su mujer o de su hija, pero tendrán que resignarse a que también ella conserve su neurosis y la consiguiente alteración de su capacidad de amar. En último término, la situación es análoga a la que suscita un tratamiento ginecológico. El marido o el padre celoso se equivocan además por completo si creen que la paciente escapará al peligro de enamorarse del médico, confiando la curación de su neurosis a un tratamiento distinto del analítico. La única diferencia estará en que su enamoramiento, latente y no analizado, no suministrará jamás aquella contribución a la curación que de él sabría extraer el análisis.

Ha llegado a mí la noticia de que algunos médicos que practican el análisis suelen preparar a las pacientes a la aparición de la transferencia amorosa e incluso las inclinan a fomentarla «para que el análisis progrese». Difícilmente puede imaginarse técnica más desatinada. Con ella sólo consigue el médico arrancar al fenómeno la fuerza probatoria que supone su espontaneidad y crearse obstáculos que luego han de serle muy difíciles de vencer. En un principio no parece, ciertamente, que el enamoramiento surgido en la transferencia pueda procurarnos nada favorable a la cura. La paciente, incluso la más dúctil hasta entonces, pierde de repente todo interés por la cura y no quiere ya hablar ni oír hablar más que de su amor, para el cual demanda correspondencia. No muestra ya ninguno de los síntomas que antes la aquejaban, o no se ocupa de ellos para nada, y se declara completamente curada. La escena cambia totalmente, como si una súbita realidad hubiese venido a interrumpir el desarrollo de una comedia, como cuando en medio de una representación teatral surge la voz de «fuego». La primera vez que el médico se encuentra ante este fenómeno le es muy difícil no perder de vista la verdadera situación analítica y no incurrir en el error de creer realmente terminado el tratamiento.

Un poco de reflexión basta, sin embargo, para aprehender la situación verdadera. En primer lugar hemos de sospechar que todo aquello que viene a perturbar la cura es una manifestación de la resistencia y, por tanto, ésta tiene que haber participado ampliamente en la aparición de las exigencias amorosas de la paciente. Ya desde mucho tiempo antes veníamos advirtiendo en la sujeto los signos de una transferencia positiva, y pudimos atribuir, desde luego, a esta actitud suya con respecto al médico su docilidad, su aceptación de las explicaciones que le dábamos en el curso del análisis, su excelente comprensión y la claridad de inteligencia que en todo ello demostraba. Pero todo esto ha desaparecido ahora; la paciente aparece absorbida por su enamoramiento, y esta transformación se ha producido precisamente en un momento en el que suponíamos que la sujeto iba a comunicar o a recordar un fragmento especialmente penoso e intensamente reprimido de la historia de su vida. Por tanto, el enamoramiento venía existiendo desde mucho antes; pero ahora comienza a servirse de él la resistencia para coartar la continuación de la cura, apartar de la labor analítica el interés de la paciente y colocar al médico en una posición embarazosa.

Un examen más detenido de la situación nos descubre en ella la influencia de ciertos factores que la complican. Estos factores son, en parte, los concomitantes a todo enamoramiento, pero otros se nos revelan como manifestaciones especiales de la resistencia. Entre los primeros hemos de contar la tendencia de la paciente a comprobar el poder de sus atractivos, su deseo de quebrantar la autoridad del médico, haciéndole descender al puesto de amante, y todas las demás ventajas que trae consigo la satisfacción amorosa. De la resistencia podemos, en cambio, sospechar que haya utilizado la declaración amorosa para poner a prueba al severo analítico, que, de mostrarse propicio a abandonar su papel, habría recibido en el acto una dura lección. Pero, ante todo, experimentamos la impresión de que actúa como un agente provocador, intensificando el enamoramiento y exagerando la disposición a la entrega sexual, para justificar luego, tanto más acentuadamente, la acción de la represión, alegando los peligros de un tal desenfreno. En estas circunstancias meramente accesorias, que pueden muy bien no aparecer en los casos puros, ha visto Alfred Adler el nódulo esencial de todo el proceso.

Pero, ¿cómo ha de comportarse el analítico para no fracasar en esta situación cuando tiene la convicción de que la cura debe ser continuada, a pesar de la transferencia amorosa y a través de la misma? Me sería muy difícil postular ahora, acogiéndome a la moral generalmente aceptada, que el analista no debe aceptar el amor que le es ofrecido ni corresponder a él, sino, por el contrario, considerar llegado el momento de atribuirse ante la mujer enamorada la representación de la moral, y moverla a renunciar a sus pretensiones amorosas y a proseguir la labor analítica, dominando la parte animal de su personalidad. Pero no me es posible satisfacer estas esperanzas y tampoco su primera como su segunda parte. La primera no, porque no escribo para la clientela, sino para los médicos, que han de luchar con graves dificultades, y, además, porque en este caso me es posible referir el precepto moral a su origen; esto es, a su educación a un fin. Por esta vez me encuentro, afortunadamente, en una situación en la que puedo sustituir el precepto moral por las conveniencias de la técnica analítica, sin que el resultado sufra modificación alguna.

Todavía he de negarme más resueltamente a satisfacer la segunda parte de las esperanzas indicadas. Invitar a la paciente a yugular sus instintos, a la renuncia y a la sublimación, en cuanto nos ha confesado su transferencia amorosa, sería un solemne desatino. Equivaldría a conjurar a un espíritu del Averno, haciéndole surgir ante nosotros, y despedirle luego sin interrogarle. Supondría no haber atraído lo reprimido a la conciencia más que para reprimirlo de nuevo, atemorizados. Tampoco podemos hacernos ilusiones sobre el resultado de un tal procedimiento. Contra las pasiones, nada se consigue con razonamientos, por elocuentes que sean. La paciente no verá más que el desprecio, y no dejará de tomar venganza de él. Tampoco podemos aconsejar un término medio, que quizá alguien consideraría el más prudente, y que consistiría en afirmar a la paciente que correspondemos a sus sentimientos y eludir, al mismo tiempo, toda manifestación física de tal cariño, hasta poder encaminar la relación amorosa por senderos menos peligrosos y hacerla ascender a un nivel superior. Contra esta solución he de objetar que el tratamiento psicoanalítico se funda en una absoluta veracidad, a la cual debe gran parte de su acción educadora y de su valor ético, resultando harto peligroso apartarse de tal fundamento. Aquellos que se han asimilado verdaderamente la técnica analítica no pueden ya practicar el arte de engañar, indispensable a otros médicos, y suelen delatarse cuando en algún caso lo intentan con la mejor intención. Además, como exigimos del paciente la más absoluta veracidad, nos jugamos toda nuestra autoridad, exponiéndonos a que él mismo nos sorprenda en falta. Por último, la tentativa de fingir cariño a la paciente no deja de tener sus peligros.

Nuestro dominio sobre nosotros mismos no es tan grande que descarte la posibilidad de encontrarnos de pronto con que hemos ido más allá de lo que nos habíamos propuesto. Así, pues, mi opinión es que no debemos apartarnos un punto de la neutralidad que nos procura el vencimiento de la transferencia recíproca. Ya antes he dejado adivinar que la técnica analítica impone al médico el precepto de negar a la paciente la satisfacción amorosa por ella demandada. La cura debe desarrollarse en la abstinencia. Pero al afirmarlo así, no aludimos tan sólo a la abstinencia física ni tampoco a la abstinencia de todo lo que el paciente puede desear, pues esto no lo soportaría quizá ningún enfermo. Queremos más bien sentar el principio de que debemos dejar subsistir en los enfermos la necesidad y el deseo como fuerzas que han de impulsarle hacia la labor analítica y hacia la modificación de su estado, y guardarnos muy bien de querer amansar con subrogados las exigencias de tales fuerzas. Y, en realidad, lo único que podríamos ofrecer a la enferma serían subrogados, pues mientras no queden vencidas sus represiones, su estado la incapacita para toda satisfacción real.

Concedemos, desde luego, que el principio de que la cura analítica debe desarrollarse en la abstinencia va mucho más allá del caso particular aquí estudiado, y precisa de una discusión más detenida, en la que quedarían fijados los límites de su posibilidad en la práctica. Mas, por ahora, eludiremos la cuestión para atenernos lo más estrictamente posible a la situación de la que hemos partido. ¿Qué sucedería si el médico se condujese de otro modo y utilizase la eventual libertad suya y de la paciente para corresponder al amor de esta última y satisfacer su necesidad de cariño? Si al adoptar esta resolución lo hace guiado por el propósito de asegurarse así el dominio sobre la paciente, moverla a resolver los problemas de la cura y conseguir, por tanto, libertarla de su neurosis, la experiencia no tardará en demostrarle que ha errado por completo el cálculo. La paciente conseguiría su fin, y, en cambio, él no alcanzará jamás el suyo. Entre el médico y la enferma se habría desarrollado otra vez la divertida historia del cura y el agente de seguros. Un agente de seguros, muy poco dado a las cosas de la religión, cayó gravemente enfermo, y sus familiares llamaron a un sabio sacerdote para que intentara convertirle antes de la muerte. La conversación se prolonga tanto, que los parientes comienzan a abrigar alguna esperanza. Por último, se abre la puerta de la alcoba. El incrédulo no se ha convertido, pero el sacerdote vuelve a su casa asegurado contra toda clase de riesgos.

El hecho de que la paciente viera correspondidas sus pretensiones amorosas constituiría una victoria para ella y una total derrota para la cura. La enferma habría conseguido, en efecto, aquello a lo que aspiran todos los pacientes en el curso del análisis: habría conseguido repetir, realmente, en la vida, algo que sólo debía recordar, reproduciéndolo como material psíquico y manteniéndolo en los dominios anímicos. En el curso ulterior de sus relaciones amorosas manifestaría luego todas las inhibiciones y todas las reacciones patológicas de su vida erótica, sin que fuera posible corregirlas, y la dolorosa aventura terminaría dejándola llena de remordimiento y habiendo intensificado considerablemente su tendencia a la represión. Las relaciones amorosas ponen, en efecto, un término a toda posibilidad de influjo por medio del tratamiento analítico. La reunión de ambas cosas es algo imposible. Así, pues, la satisfacción de las pretensiones amorosas de la paciente es tan fatal para el análisis como su represión. El camino que ha de seguir el analista es muy otro, y carece de antecedentes en la vida real. Nos guardamos de desviar a la paciente de su transferencia amorosa o disuadirla de ella pero también y con igual firmeza, de toda correspondencia. Conservamos la transferencia amorosa, pero la tratamos como algo irreal, como una situación por la que se ha de atravesar fatalmente en la cura, que ha de ser referida a sus orígenes inconscientes y que ha de ayudarnos a llevar a la conciencia de la paciente los elementos más ocultos de su vida erótica, sometiéndolos así a su dominio consciente. Cuando más resueltamente demos la impresión de hallarnos asegurados contra toda tentación, antes podremos extraer de la situación todo su contenido analítico. La paciente cuya represión sexual no ha sido aún levantada, sino tan sólo relegada a un último término, se sentirá entonces suficientemente segura para comunicar francamente todas las fantasías de su deseo sexual y todos los caracteres de su enamoramiento, y partiendo de estos elementos nos mostrará el camino que ha de conducirnos a los fundamentos infantiles de su amor.

Con cierta categoría de mujeres fracasará, sin embargo, esta tentativa de conservar, sin satisfacerla, la transferencia amorosa, para utilizarla en la labor analítica. Son éstas las mujeres de pasiones elementales que no toleran subrogado alguno, naturalezas primitivas que no quieren aceptar lo psíquico por lo material. Estas personas nos colocan ante el dilema de corresponder a su amor o atraernos la hostilidad de la mujer despreciada. Ninguna de estas dos actitudes es favorable a la cura, y, por tanto, habremos de retirarnos sin obtener resultado alguno y reflexionando sobre el problema de cómo puede ser compatible la aptitud para la neurosis con una tan indomable necesidad de amor. La manera de hacer aceptar poco a poco la concepción analítica a otras enamoradas menos violentas se habrá revelado, seguramente, en idéntica forma, a muchos analistas. Consiste, sobre todo, en hacer resaltar la innegable participación de la resistencia en aquel «amor».

 Un enamoramiento verdadero haría más dócil a la paciente, e intensificaría su buena voluntad en resolver los problemas de su caso, sólo porque el hombre amado lo pedía. Una mujer realmente enamorada anhelaría obtener la curación completa para alcanzar un mayor valor a los ojos del médico y preparar la realidad en la que poder desarrollar ya libremente su inclinación amorosa.

Pero (si) en lugar de todo esto, la paciente se muestra caprichosa y desobediente; ha dejado de interesarse por el análisis y seguramente de creer en las afirmaciones del médico. Así, pues, lo que hace no es sino manifestar una resistencia bajo la forma de enamoramiento, y sin tener siquiera en cuenta que de aquel modo coloca al médico en una situación muy embarazosa, pues si rechaza su pretendido amor, como se lo aconsejan su deber y su conocimiento de la situación real, dará pretexto a la paciente para hacerse la despreciada y eludir, en venganza, la curación que él podría ofrecerle, como ahora la elude con su enamoramiento.

Como segundo argumento contra la autenticidad de este amor aducimos la afirmación de que el mismo no presenta ni un solo rasgo nuevo nacido de la situación actual, sino que se compone, en su totalidad, de repeticiones y ecos de reacciones anteriores e incluso infantiles, y nos comprometemos a demostrárselo así a la paciente con el análisis detallado de su conducta amorosa. Si a estos argumentos agregamos cierta paciencia, conseguiremos, casi siempre, dominar la difícil situación y continuar la labor analítica, cuyo fin más inmediato será el descubrimiento de la elección infantil de objeto y de las fantasías a ella enlazadas. Pero antes de seguir adelante quiero examinar críticamente los argumentos expuestos y plantear la interrogación de si decimos con ellos a la paciente toda la verdad o no son más que un recurso engañoso del que hemos echado mano para salir del mal paso. O dicho de otro modo: el enamoramiento que se hace manifiesto en la cura analítica, ¿no puede realmente ser tenido por verdadero? A mi juicio, hemos dicho a la paciente la verdad, pero no toda la verdad, sin preocuparnos de lo que pudiera resultar. De nuestros dos argumentos, el más poderoso es el primero. La participación de la resistencia en el amor de transferencia es indiscutible y muy amplia. Pero la resistencia misma no crea este amor: lo encuentra ya ante sí, y se sirve de él, exagerando sus manifestaciones. No aporta, pues, nada contrario a la autenticidad del fenómeno. Nuestro segundo argumento es más débil; es cierto que este enamoramiento se compone de nuevas ediciones de rasgos antiguos y repite reacciones infantiles. Pero tal es el carácter esencial de todo enamoramiento. No hay ninguno que no repita modelos infantiles.

Precisamente aquello que constituye su carácter obsesivo, rayano en lo patológico, procede de su condicionalidad infantil. El amor de transferencia presenta quizá un grado menos de libertad que el amor corriente, llamado normal; delata más claramente su dependencia del modelo infantil y se muestra menos dúctil y menos suceptible de modificación; pero esto no es todo, ni tampoco lo esencial. ¿En qué otros caracteres podemos, pues, reconocer la autenticidad de un amor? ¿Acaso en su capacidad de rendimiento, en su utilidad para la consecución del fin amoroso? En este punto el amor de transferencia parece no tener nada que envidiar a los demás. Nos da la impresión de poder conseguirlo todo de él. Resumiendo: no tenemos derecho alguno a negar al enamoramiento que surge en el tratamiento analítico el carácter del auténtico. Si nos parece tan poco normal, ello se debe principalmente a que también el enamoramiento corriente, ajeno a la cura analítica, recuerda más bien los fenómenos anímicos anormales que los normales. De todos modos, aparece caracterizado por algunos rasgos que le aseguran una posición especial: 1º. Es provocado por la situación analítica. 2º. Queda intensificado por la resistencia dominante en tal situación; y 3º. Es menos prudente, más indiferente a sus consecuencias y más ciego en la estimación de la persona amada que otro cualquier enamoramiento normal. Pero no debemos tampoco olvidar que precisamente estos caracteres divergentes de lo normal constituyen el nódulo esencial de todo enamoramiento.

Para la conducta del médico resulta decisivo el primero de los tres caracteres indicados. Sabiendo que el enamoramiento de la paciente ha sido provocado por la iniciación del tratamiento analítico de la neurosis, tiene que considerarlo como el resultado inevitable de una situación médica, análogo a la desnudez del enfermo durante un reconocimiento o a su confesión de un secreto importante. En consecuencia, le estará totalmente vedado extraer de él provecho personal alguno. La buena disposición de la paciente no invalida en absoluto este impedimento y echa sobre el médico toda la responsabilidad, pues éste sabe perfectamente que para la enferma no existía otro camino de llegar a la curación. Una vez vencidas todas las dificultades, suelen confesar las pacientes que al emprender la cura abrigaban ya la siguiente fantasía: «Si me porto bien, acabaré por obtener, como recompensa, el cariño del médico.» Así, pues, los motivos éticos y los técnicos coinciden aquí para apartar al médico de corresponder al amor de la paciente.

No cabe perder de vista que su fin es devolver a la enferma la libre disposición de su facultad de amar, coartada ahora por fijaciones infantiles, pero devolvérsela no para que la emplee en la cura, sino para que haga uso de ella más tarde, en la vida real, una vez terminado el tratamiento. No debe representar con ella la escena de las carreras de perros, en las cuales el premio es una ristra de salchicas, y que un chusco estropea tirando a la pista una única salchica, sobre la cual se arrojan los corredores, olvidando la carrera y el copioso premio que espera al vencedor. No he de afirmar que siempre resulta fácil para el médico mantenerse dentro de los límites que le prescriben la ética y la técnica. Sobre todo para el médico joven y carente aún de lazos fijos. Indudablemente, el amor sexual es uno de los contenidos principales de la vida, y la reunión de la satisfacción anímica y física en el placer amoroso constituye, desde luego, uno de los puntos culminantes de la misma. Todos los hombres, salvo algunos obstinados fanáticos, lo saben así, y obran en consecuencia, aunque no se atreven a confesarlo. Por otra parte, es harto penoso para el hombre rechazar un amor que se le ofrece, y de una mujer interesante, que nos confiesa noblemente su amor, emana siempre, a pesar de la neurosis y la resistencia, un atractivo incomparable. La tentación no reside en el requerimiento puramente sensual de la paciente, que por sí solo quizá produjera un efecto negativo, haciendo preciso un esfuerzo de tolerante comprensión para ser disculpado como un fenómeno natural. Las otras tendencias femeninas, más delicadas, son quizá las que entrañan el peligro de hacer olvidar al médico la técnica y su labor profesional en favor de una bella aventura.

Y, sin embargo, para el analítico ha de quedar excluida toda posibilidad de abandono. Por mucho que estime el amor, ha de estimar más su labor de hacer franquear a la paciente un escalón decisivo de su vida. La enferma debe aprender de él a dominar el principio del placer y a renunciar a una satisfacción próxima, pero socialmente ilícita, en favor de otra más lejana e incluso incierta, pero irreprochable tanto desde el punto de vista psicológico como desde el social. Para alcanzar un tal dominio, ha de ser conducida a través de las épocas primitivas de su desarrollo psíquico y conquistar en este camino aquel incremento de la libertad anímica que distingue a la actividad psíquica consciente -en un sentido sistemático- de la inconsciente. De este modo, el psicoterapeuta ha de librar un triple combate: en su interior, contra los poderes que intentan hacerle descender del nivel analítico; fuera del análisis, contra los adversarios que le discuten la importancia de las fuerzas instintivas sexuales y le prohiben servirse de ellas en su técnica científica, y en el análisis, contra sus pacientes, que al principio se comportan como los adversarios, pero manifiestan luego la hiper-estimación de la vida sexual que los domina, y quieren aprisionar al médico en las redes de su pasión, no refrenada socialmente.


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Somos menos libres de lo que pensamos. Sin embargo, podemos reconquistar nuestra libertad. El psicoanálisis es una herramienta para salirse del destino.

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EL ARTE DE AMAR. Erich Fromm.

Resumen

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¿Es el amor un arte? El amor no es considerado en la sociedad actual como un arte merecedor de ser aprendido. Está más considerado como un sentimiento que debe surgir (y así ocurre en ocasiones) y sobre el que no hay nada que aprender. Para el autor del libro, Erich Fromm, el verdadero amor es un arte que merece ser conocido en la teoría para poder llevarlo a la práctica que es lo verdaderamente importante.

Teoría del amor: el amor es la respuesta al problema de la existencia humana, que resuelve el conflicto de la separatidad, puesto que el hombre no puede vivir en soledad. La solución está en conseguir la unión interpersonal, un amor maduro que conserve la individualidad y que se base en el respeto y en el deseo de dar, es decir, el deseo de conseguir la propia felicidad con la satisfacción del otro.

El amor entre padres e hijos. Las figuras materna y paterna son fundamentales para el desarrollo y equilibrio psíquico de la persona. La madre representa el amor incondicional y ejerce su influencia sobre todo en los primeros años de vida. El padre representa el amor condicional, es decir, hay que ganárselo. Adquiere su mayor importancia a partir de los 8 ó 10 años. En una persona adulta equilibrada confluyen ambos principios y a partir de éstos aprenderá a amar.

Los objetos amorosos: El amor fraternal, es el principal "tipo" de amor y del que parten todos los demás; es el amor a todos los seres humanos y adquiere su firmeza en el momento en que se llega a amar a aquel a quien no necesitamos para conseguir nuestros fines personales. El amor materno, en él se encuentran dos factores importantes: es incondicional e inculca al niño el amor a la vida (debe ser para ello una mujer feliz); en el proceso de evolución de este amor debe llegar un momento de separación en que desaparezca la dependencia de la criatura respecto de la madre, si ésta ama verdaderamente a su hijo debe desear tal separación para la satisfacción de éste. El amor erótico, posee las cualidades de exclusividad puesto que el deseo de unión se traduce en una persona concreta. Sin embargo, no debe desechar el amor fraterno puesto que en tal caso el sentimiento de separatidad con el resto de la humanidad no sería superado; un factor muy importante es la voluntad, la intensidad del sentimiento inicial puede desvanecerse pero la voluntad de seguir amando, el compromiso por tanto, es el verdadero sustento del amor. El amor a sí mismo, amarse a sí mismo no es ninguna señal de egoísmo ni tampoco excluye el amor a los demás, ambos están íntimamente ligados; la persona egoísta, además de no amar a los demás es incapaz de amarse a sí misma.

El amor y su desintegración en la sociedad occidental contemporánea. En el mundo occidental en que vivimos, el amor se ha convertido en un fenómeno extraño. Sin embargo, abundan numerosas formas de pseudoamor que contribuyen a la desaparición del verdadero amor. En la que dos personas se unen frente al mundo para satisfacer sus propios intereses, la creencia de que la satisfacción sexual recíproca significa verdadero amor o el amor inmaduro en que la persona no ha asimilado e incorporado los aspectos (ambos aspectos) maternos y paternos del amor serían formas tipicas de este pseudoamor. También se incluyen en esta categoría el amor idolátrico (idealización de la persona amada que conduce irremediablemente a la desilusión), el amor sentimental o fantasioso, la abstratificación que impide vivir el amor en el momento presente, los mecanismos proyectivos que no permiten solucionar los propios problemas que son proyectados en el otro o la ilusión de que el amor estará ausente de problemas. Este mismo problema o incapacidad para amar que presenta el hombre de la sociedad actual lo experimenta de igual modo en su experiencia de amor a Dios.

La práctica del amor, la única forma de aprender a amar es amando; para ello son necesarias la disciplina, la constancia, la concentración (que en la práctica se traduce en hechos concretos como la escucha), la paciencia y la preocupación o importancia otorgada a tal asunto. Es necesario superar la etapa narcisista que impide observar la realidad de forma objetiva (permite ver mi realidad y no la realidad).

Wilhelm Reich. Psicoanalista expulsado de la IPA.

Predisposiciones peri y post natales en la contracción de la neurosis:
Wilhem Reich « Los niños ven frustradas sus necesidades emocionales, su expresión de la vida emocional, justamente antes de su nacimiento y después de él. Se frustran antes de su nacimiento, por el frío, por lo que llamamos anorgonosis (falta de orgasmo uterino), es decir, morbilidad biológica, útero contraído. (…) A menos que la medicina, la educación y la higiene social logren instaurar un funcionamiento bio-energético en la masa de la población tal, que el útero no quede contraído, que el embrión crezca en cuerpos en perfecto funcionamiento, que los pezones no queden hundidos y los pechos de las madres se hallen, sexual y bio-energéticamente vivos, nada cambiará…pues los humanos no recuperarán su capacidad orgástica. Ser gestados en un útero distendido, de un cuerpo relajado por el placer no es lo mismo que ser gestado en un “cuerpo acorazado” [1]

El cuerpo acorazado impide la erección en el hombre o causa la eyaculación precoz, al igual que la falta de orgasmo uterino se debe a la coraza caracterial: “El carácter toma la forma de una coraza caracterial conformada por defensas que mantienen y producen una estasis, (fijación) libidinal. El carácter es en esencia un mecanismo de protección narcisista”[2]. La coraza es el resultado del conflicto sexual infantil, y sus modos de resolverlo (fijaciones y traumas infantiles condicionados por la estructura o el modo social imperante), predispondrá a una mayor o menor coraza o acorazamiento del carácter.

El individuo no neurótico y el individuo que atraviesa una cura psicoanalítica, accede a una sexualidad adulta, en la que hay un placer y una descarga total. Allí reside la importancia del reflejo del orgasmo (en el hombre y en la mujer), la cura para Reich es el psicoanálisis y no las pseudo resoluciones (intelectualizaciones).“El análisis consiste en la evolución de la estructura neurótica, permitiendo el pasaje del carácter neurótico al carácter genital”.. (la primacía genital y la producción del reflejo orgónico)... “El carácter genital alterna entre la tensión libidinal y la adecuada gratificación libidinal; esto es, posee una economía libidinal ordenada.”[3]... “Con el análisis y penetración de la coraza se libera la energía vegetativa. Esto se manifestará en la aparición del reflejo del orgasmo.” [4]

Esta energía vegetativa es energía que los traumatismos han acumulado en los músculos, en los tics, en el bruxismo: “la función de la coraza también bajo la forma de actitudes musculares fijadas crónicamente. La identidad de estas funciones puede comprenderse sólo a base de un principio: la coraza de la periferia del sistema biopsíquico"..."Se trata de una identidad funcional entre la coraza caracterológica y la hipertensión muscular. Todo aumento de tono muscular en dirección a la rigidez indica que ha sido ligada una excitación vegetativa, una angustia o la sexualidad"...”Esto coincide con un bloqueo afectivo.”[5]. Los bloqueos psicoafectivos abarcan muchas funciones de la vida anímica, la marcha, la postura, el habla y las fijaciones de las pulsiones parciales: que van desde las prácticas onanistas, hasta otros placeres “parciales” como la adicción a los cigarrillos, las bebidas y otros excesos como los dulces etc, que impiden la descarga “total” y el reflejo del orgasmo.

Decíamos al principio siguiendo a Freud y a Reich, que el orgasmo (y con él la regulación de la economía libidinal) sólo queda asegurado si la pulsión psicogenital se encuentra bien desarrollada - son un estorbo los traumatismos tempranos y los transgeneracionales que incrementan los mecanismos de defensa y la fijación a la sexualidad infantil - y puede concentrar la excitación sexual somática no perturbada en la zona genital:La regulación de la energía sexual depende de la potencia orgástica: es decir, de la capacidad del organismo para tolerar plenamente las contracciones y expansiones clónicas del reflejo del orgasmo” (la descarga es total y no parcial).[6] Freud hablaba de la capacidad para tolerar el incremento de tensión en el acto sexual, cosa que para el yo narcisista resulta intolerable: “El organismo acorazado no admite estas contracciones y dilataciones orgásticas: en él, la excitación biológica se ve inhibida por espasmos musculares en diversos lugares del cuerpo”.

El parto doloroso es producido por un sistema de defensa, ya que el parto natural es indoloro, el “dogma del parto doloroso”, (sostenido por el patriarcado, consolidado por los discursos de la iglesia y la medicina ortodoxa) crea un miedo de expectación, (espectativa que se encuentra incrementada en los descendientes de traumatizados), responsable de los dolores (imaginemos que la mujer traumatizada, tendrá un alto nivel de defensas que la predispondrá a arribar al parto con el útero contraído, y necesitará una cesárea y las cosas se podrán ir agravando con la imposibilidad de amamantar). El orgasmo es un desarrollo evolutivo para accionar la apertura del útero, participa el sistema neuroendocrino, el cual se interrelaciona con el neuromuscular y la sexualidad de la mujer. El sistema vagal, responsable del parto placentero, no se activa si hay estrés, (peligro).

Con el desarrollo libidinal, el útero se transfoma en el centro erógeno de la mujer, Maryse de Choisy (1903–1979) mencionó por primera vez en la literatura occidental, salvándose de la hoguera al: “orgasmo cervico uterino” (el que se desarrolla en el cuello del útero). Cuando se produce éste, el verdadero orgasmo no paroxísmico, la mujer no desea más, la libido se descarga completamente. Entonces el uterino es el verdadero orgasmo, conocido ampliamente por las civilizaciones prepatriarcales, es escaso en nuestra sociedad beligerante- tecnocrática (que crea la coraza, el acorazamiento del carácter, la neurosis) y todavía es popular entre las tribus no sometidas.

En el parto, la oxitocina la segregan la madre y el feto cuando llega a término. El útero debe desarrollar los receptores para la oxitocina, y esto dependerá de la evolución de las pulsiones parciales sexuales, de su subrrogación a la actividad “orgonómica superior”, la primacía genital freudiana.



[1] Wilhem Reich 1952: Reich habla de Freud.

[2] Wilhem Reich Análisis del carácter

[3] Ibidem.

[4] Wilhem Reich Del psicoanálisis a la biofísica orgónica. 1935

[5] Wilhem Reich Del psicoanálisis a la biofísica orgónica. 1935

[6] Ibidem.

Escucha Tu Pequeño Hombrecito.

Sé que lo que tú llamas «Dios» existe realmente, pero de manera diferente a lo que tú piensas: como la primordial energía cósmica en el universo, como el amor en tu cuerpo, como tu honestidad y tu sentimiento de la naturaleza en tí mismo y a tu alrededor. Hiciste de tus pequeños hombres tus propios opresores, e hiciste mártires de tus hombres auténticamente grandes; los crucificaste y asesinaste.
Empujas a los hombres realmente grandes al punto de despreciarte, cuando dañados por tí y tu pequeñez se retiran, te evitan. Lo llamas «asocial» porque prefiere el estudio, al chismorreo de tus vacías «fiestas, Lo llamas loco porque gasta su dinero en la investigación científica en lugar de comprar acciones y mercancías como haces tú. Eres tú quien lo arrojas, a él que está lleno de amor por tí y presto a ayudarte, fuera de la vida social ya que la has hecho insufrible. Eres cobarde y cruel, sin ningún sentido de tu verdadero deber, ese de ser humano y de salvaguardar a la humanidad. Imitas mal al sabio y estupendamente al ladrón. Eres rápido en diagnosticar locura cuando te encuentras con una verdad que no te gusta.
El hombre vulgar se daña a sí mismo, sufre y se rebela, admira a sus enemigos y asesina a sus amigos. El individuo amable se imagina que todo el mundo es amable y actúa en consecuencia. El apestado cree que todos los hombres mienten, engañan, traicionan y codician el poder, atribuye a sus semejantes rasgos de su propia manera de pensar y actuar. Cuando el individuo se muestra generoso con el apestado, éste lo exprime y luego lo desprecia y traiciona; cuando actúa confiadamente, es engañado. Eres un lameculos donde deberías ser irreverente y que eres un desagradecido cuando deberías ser leal.
ESCUCHA, PEQUEÑO HOMBRECITO!, Eres un heredero de un pasado horrible. Tienes miedo de mirarte, tienes miedo de la crítica. El gran hombre ha aprendido a darse cuenta de la amenaza que representaba su pequeñez y su mezquindad, sabe cuándo y en qué es pequeño. El Pequeño Hombrecito no sabe que es pequeño y tiene miedo de saberlo. ERES TU PROPIO POLICIA. Nadie, nadie excepto tú mismo "es" responsable de tu esclavitud, un rey tiene más importancia para ti que Sigmund Freud. Te desprecian porque tú mismo te desprecias, te dicen de muchas maneras: “tú eres un ser inferior sin responsabilidad”. No hay nada de lo que huyas más que de tí mismo. Estás enfermo, No es culpa tuya. Pero es tuya la responsabilidad de curarte.
Quiero que llegues a ser tú mismo, tú mismo, en vez de ser el periódico que lees. Mendigas por un poco de felicidad en la vida, pero la seguridad es más importante para tí, devoras tu felicidad con avaricia. Respetas a aquel que te desprecia, tienes miedo de dar. Tú “tomar”, básicamente tiene sólo un significado: eres forzado continuamente a atracarte con dinero, con felicidad, con erudición, ya que te sientes vacío, hambriento, infeliz, sin conocimiento genuino o deseos de él. Por la misma razón, permaneces huyendo de la verdad, Pequeño Hombrecito: porque ella podría liberar el instinto de amor que hay en tí, deambulas en un continuo estado de hambre sexual.
Estás aterrorizado por tu propia lascivia, llegaste a ser un libertino creyéndote libre. Pero confundir lo impúdico con la libertad siempre ha sido el signo del esclavo, soy tu amigo aunque se que asesinas a tus amigos cuando te cuentan la verdad, tienes miedo del conocimiento y del amor genuino.
Rehúsas ser un águila, Pequeño Hombrecito, y por eso eres la presa de los buitres. Tienes miedo de las águilas, vives amontonado en grandes rebaños y eres devorado en ellos. Tu mente pornográfica y tu irresponsabilidad sexual son las que ponen las cadenas de tus leyes matrimoniales. Eres un cobarde en tu pensamiento, Pequeño Hombrecito, porque el pensamiento real está acompañado de sentimientos corporales, y tienes miedo de tu cuerpo. Tú y tus patriotas no cantan canciones, aúllan aires marciales, no abrazan a sus mujeres; se las “tiran”, sus mentes y cuerpos se han vuelto rígidos y porque no pueden dar amor ni disfrutarlo. Esto se debe a que sus cuerpos, a diferencia de otros animales, no pueden contraerse y expandirse ("armadura" del carácter W. R). Te sientes miserable y pequeño, mal oliente, impotente, rígido, sin vida y vacío. No tienes mujer, o si tienes una solamente quieres «tirártela» para así demostrar que eres un «macho». No sabes lo que es el amor, mataste el amor en tu hijo, incluso antes de que naciera, no sientes a tu hijo en tus brazos y por eso lo tratas como a un muñeco que puede ser golpeado. Cuando pienso en tus hijos recién nacidos, en cómo los torturas para convertirlos en seres humanos «normales», a tu imagen y semejanza, entonces tengo la tentación de volver a acercarme a tí otra vez para poder prevenir tu crimen. Tu mujer te abandona porque eres incapaz de darle amor. Sufres fobias, nerviosismo y palpitaciones. Continúas pidiendo «disciplina y orden, la que enseñaste a tu hijo a base de golpes... Eres grande, madre, cuando acunas a tu hijo recién nacido para que duerma, cuando, con lágrimas en los ojos, y desde lo más profundo del corazón, le deseas una gran felicidad futura, cuando, cada hora a través de los años, construyes este futuro en él. Tú y sólo tú creas toda la miseria, hora tras hora, día tras día; porque no entiendes a tus hijos, porque rompes sus espaldas antes de que hayan tenido una verdadera oportunidad de desarrollarlas; que robas el amor; que sientes avaricia y locura por el poder; que cuidas a un perro para poder ser también un «amo».

Quiero que tengas un cuerpo vivo en lugar de rígido. Quiero que ames a tus hijos en lugar de odiarlos, que hagas feliz a tu mujer en lugar de torturarla «maritalmente». Soy tu médico, y desde el momento en que habitas este planeta, yo soy tu médico planetario; No soy Alemán, ni Judío, ni Cristiano, ni Italiano. Soy un ciudadano de la tierra. Cambia tus ilusiones por un poco de verdad. Deshazte de tus políticos, cuéntale a tus compañeros de trabajo en todo el mundo que estás tratando de trabajar solamente por la vida, y ya no más por la muerte. Protege el amor de tus pequeños hijos contra los ataques de los hombres y mujeres lascivos e insatisfechos, Vete a una librería y no a una subasta.

Agregado: "paga una terapia psicoanalítica y no un viaje al Caribe, deja de acumular dinero para cambiar el auto y aprende que es rico quién da mucho y no quién posee mucho".
Texto completo en:

http://www.lafulminante.com/articulos/reich1.pdf

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Ataque de pánico (CH), fobias, angustia, alcoholismo, depresión, impotencia, eyaculación precoz, frigidez, anorgasmia,trastornos de alimentación: bulimia, anorexia, adicciones, impulsiones. Ansiedad, Histeria, Neurosis Obsesiva (TOC), neurosis de angustia. Psicosomáticas: (tumoraciones, HIV, obesidad, etc) mediante descodificación del estrés biológico (conocido vulgarmente como biodescodificación) método: psicoanálisis transgeneracional. Psicólogo, psicoanalista: - (0054 - 0341 - 155831602)

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